Han tenido por 150
años el país en sus manos, y somos el cuarto país más desigual del planeta,
después de Suráfrica, Haití y Honduras.
Por: William Ospina
Tuvimos agricultura:
la eliminaron, y ahora hasta el maíz lo importamos. Tuvimos industria: la cerraron,
y ahora Colombia tiene que importarlo todo. ¿Pero con qué compramos si no
producimos?
Han aceptado de los
poderes multinacionales la orden de reducir nuestra actividad a la economía
extractiva, como en el siglo XVI; ahora, cuando ya las riquezas guardadas en la
tierra hay que extraerlas fracturando los montes, destruyendo los suelos y
envenenando las aguas.
Ellos son los que
deciden, son los que mandan, son los que supuestamente saben; ellos son los que
odian, y día tras día nos dicen a quién hay que odiar para que ellos puedan ser
eternos.
Hace setenta años
utilizan la guerra para algo que no es mejorar el país. ¿Hoy qué pueden
mostrar? Estamos sin agricultura, sin industria, sin trabajo, con una educación
que no entiende lo que lee, con una salud de limosna, sin seguridad, sin
futuro, en manos de una dirigencia que gasta todos los recursos en reelegirse,
y que tiene el presupuesto lleno de venas rotas de corrupción por las que se va
nuestra sangre.
En ambos bandos hoy
enfrentados militan los viejos apellidos del poder: los Santos y los Lleras,
los Holguín y los Caro, los Uribe y los Pastrana, los Mosquera y los López. Qué
fácil les resulta hacer la guerra: para la guerra no necesitan plebiscitos, ni
convocar acuerdos, ni diseñar presupuestos a pesar de ser tan costosa; pero qué
difícil les resulta hacer la paz, ahí sí resultan llenos de titubeos y de
escrúpulos constitucionales.
Para hacer la guerra
nunca requieren filigranas jurídicas: para hacer la paz todo es un laberinto
sin luces. La paz que salva vidas les despierta infinitos desacuerdos, la
guerra que consume gente pobre la declaran con una facilidad asombrosa.
El 2 de octubre las
mayorías se negaron a creerles a las ilusiones del Sí y a las confusiones del
No. Santos pudo haber logrado una mayoría abrumadora: pero su desconfianza de
la gente hizo que la comunidad nunca fuera convocada más que a ser testigo
lejano y aplaudir los acuerdos. Pero la paz es de la gente y sólo puede
construirse con la gente. Las ilusiones llenas de secretos se terminan en
lágrimas.
En Colombia sólo un
20 por ciento está incluido, está formalizado. Leer los acuerdos de La Habana,
que vuelven a formular como promesas un montón de cosas que ya están
consagradas en la Constitución, sólo sirve para comprobar que lo que hay
escrito en la Constitución no se cumple. Todos sabemos a qué grados de
ineficiencia puede llegar aquí la protección de los derechos y la justicia.
Pero en cambio hay que ver a los políticos atravesando incisos, oponiendo la
máquina de una legalidad que siempre fue tramposa, cuando se trata de impedir
que algo cambie.
Lo que en el fondo
quieren impedir es que Colombia se sienta dueña de sí misma. Nunca se había
visto una situación más incomprensible: la guerrilla quiere dejar de hacer la
guerra, y los dueños del país no se ponen de acuerdo para aceptarlo.
Si queremos saber
dónde están los responsables de la guerra, los que más se beneficiaron de ella,
basta ver quiénes son los que hoy forcejean por imponerse en los acuerdos,
porque todos manejan una agenda secreta, un libreto que no puede decirse.
Colombia tiene la
mitad de su territorio en el segundo día de la creación. Lo que se está
decidiendo es si esas riquezas serán manejadas por la vieja casta centralista o
por la nueva casta facciosa, para deleite de las multinacionales frente a las
cuales ellos no tienen ningún desacuerdo. Ambas saben besar al poder mundial en
la boca, pero les cuesta unirse, a no ser que nos vean unidos. Quizá en ese
momento se darán un abrazo instintivo.
Hace 68 años murió
Jorge Eliécer Gaitán. Fue la última vez que el pueblo colombiano tuvo una
esperanza. Con estas largas guerras han logrado tres cosas: que tuviéramos
miedo de tener esperanzas, que aprendiéramos a odiarnos y a recelar los unos de
los otros, y que ya no nos creyéramos capaces de reemplazarlos, para construir
de verdad la grandeza de este país. Sin la tutela de las castas guerreras, del
santanderismo leguleyo, del fanatismo que no ve la religión como un ejemplo de
moral para la convivencia sino como una escuela de intolerancia.
La historia nos está
enviando un mensaje: “Olvídense de Santos y de Uribe, olvídense de esa clase
política que en tantas décadas no ha sido capaz de arreglar el país, que al
contrario ha abusado de su confianza y de su esperanza, esa clase política que
ahora forcejea, cuando podríamos estar a las puertas de la reconciliación,
mirándose con odio, contagiando ese odio, preocupada sólo por saber quién se va
a quedar con el tesoro”.
¿Seguiremos sentados
y cruzados de brazos esperando el país que van a diseñar para nosotros?
¿Suplicando la paz que sólo los que no hemos hecho la guerra podemos hacer?
¿Por qué no nos atrevemos a ser algo por nosotros mismos: la voz de un pueblo
alegre, pacífico, laborioso, creador, cansado de guerras, de exclusión y de
corrupción? Ese pueblo que nunca decidió, pero que siempre supo hacer músicas y
relatos, carnavales, recetas, proezas del deporte sin ayuda de nadie,
conocimiento de la selva y del río, esas gentes pobres que a golpe de necesidad
fueron las que abrieron este país al mundo.
Rompamos los
barrotes del miedo. Que comience la fiesta de la democracia. Que dictemos por
fin una ley que se cumpla, una ley que sea válida para todos y que no caiga con
su peso sólo sobre los débiles y los humildes. Porque ya es hora de decir que
no se trata sólo de que el ciudadano respete la ley, sino sobre todo de que la
ley respete al ciudadano.
No más impuestos
para la corrupción: un orden social verdadero para la paz, para la convivencia,
para el abrazo de la sociedad, para el diálogo creador con un mundo en peligro.
La paz no se hace
para los políticos y para la guerrilla: se hace para el país.
Seamos más que
ellos. Hagámoslo nosotros.